Michel Feher [*]
En los últimos años, la izquierda ha recibido con miedo y odio, pero también con un poco de envidia, el renacimiento generalizado del nacionalismo autoritario. En general, se asume que el populismo xenófobo está recogiendo los frutos de la ira y el sufrimiento causado por un capitalismo financiero desenfrenado. Desde luego, los progresistas tienen razones de peso para envidiar el éxito electoral que disfrutan sus enemigos de extrema derecha. Sin embargo, un análisis más detenido de la buena suerte de estos últimos indica que, lejos de apropiarse de la rabia popular contra el proverbial uno por ciento, lo que el nacionalismo autoritario está realmente haciendo es ampliar el particular modo de evaluación de las finanzas globales.
Los líderes nacionalistas, aunque no estén muy predispuestos a solucionar las desigualdades económicas a través de las regulaciones del mercado y la redistribución fiscal, se aseguran de que sus partidarios reivindican su lugar de nacimiento, el color de su piel, sus preferencias sexuales y sus tradiciones culturales como activos de gran valor. Para la izquierda, por tanto, no es el populismo de los demagogos reaccionarios lo que vale la pena emular y desafiar sino su capacidad para definir quién y qué merece ser valorado.
A ambos lados del Atlántico Norte, el atractivo del populismo xenófobo se suele atribuir a las promesas rotas de la globalización. Los políticos de la posguerra fría proclamaron que los mercados globalizados promoverían la paz y la riqueza para todos. Sin embargo, la desaparición de las fronteras solo ha beneficiado a los más ricos. La general desilusión explicaría por qué los dirigentes populistas ahora se dirigen al poder con el compromiso de hacer que sus países vuelvan a ser fuertes imponiendo muros e impuestos.
Para la mayoría de comentaristas, el cambio de humor que condujo al Brexit, a Trump y a los avances de la extrema derecha en toda Europa se produjo inmediatamente después de la crisis financiera de 2008. Primero, según su argumento, las autoridades públicas rescataron el sistema bancario, pero descuidaron la grave situación de sus víctimas. Después, a medida que la brecha entre las élites cosmopolitas y la gente común siguió creciendo, también lo hizo la nostalgia de una época en la que los estados controlaban sus propias fronteras y prestaban sus servicios a naciones culturalmente homogéneas.
La desregulación de los mercados financieros ha provocado que se dispare la desigualdad. Pero interpretar la actual ola de populismo como la expresión de la irritación de Main Street con Wall Street no concuerda con los programas económicos de los líderes populistas. Donald Trump, en particular, está decidido a suprimir el mínimo de regulación provisto en la Ley Dodd-Frank. A pesar de su hostilidad hacia la migración y los acuerdos comerciales multilaterales, su administración quiere asegurarse de que el capital circula libremente.
¿Fueron los votantes de Trump realmente engañados por su campaña electoral para “limpiar las instituciones”? Su firme lealtad transmite lo contrario. Casi todas las encuestas indican que están obteniendo aquello por lo que votaron. Por tanto, podemos llegar a entender mejor el populismo reaccionario si en vez de considerarlo en oposición a las finanzas globales lo consideramos en consonancia con su continua hegemonía.
Para respaldar esta propuesta contra-intuitiva, debemos considerar los cambios producidos por el predominio de los mercados financieros. Hasta principios de los 80, los ingresos obtenidos en la llamada economía real eran el principal medidor de prosperidad. Los gerentes corporativos se concentraron en el flujo de efectivo operativo, los políticos electos se obsesionaron con el PIB y la mayoría de los ciudadanos se encontraron dependiendo de un empleo estable, de aumentos graduales de salario y de beneficios sociales garantizados. Sin embargo, la desregulación financiera estableció un nuevo orden de prioridades al permitir que los acreedores decidieran qué proyectos merecían ser financiados. Para cada agente económico, la condición predominante del éxito fue aumentar las expectativas en lugar de generar beneficios.
John Maynard Keynes ya advirtió que los inversores no especulan sobre el beneficio que una iniciativa pueda tener, sino sobre el impacto directo que tiene en la opinión de otros inversores. En otras palabras, en lugar de recoger pronósticos del resultado final del proyecto que están evaluando, los mercados financieros se centran en los pronósticos de sus futuras evaluaciones. Los directores generales, en el momento que se encuentran sujetos al juego de adivinanzas de los acreedores, le dan más importancia a las constantes fluctuaciones en el valor accionarial de su empresa que a las condiciones de rentabilidad sostenida. Del mismo modo, a medida que los funcionarios públicos sustituyen los préstamos por los ingresos fiscales en declive, también tienden a subordinar la búsqueda del crecimiento económico por la posición de la deuda pública de su nación en el mercado de bonos.
Este aumento de calificaciones financieras en la gestión empresarial y pública ha afectado la manera en que las personas visualizan su vida profesional en la actualidad. Debido a que los altos costes laborales y los generosos beneficios echan notoriamente para atrás a los inversionistas, los empresarios que dependen de lo que valoran sus accionistas se muestran reacios a ofrecer carreras laborales de por vida. Del mismo modo, los representantes políticos, cuya prioridad es mantener la confianza de los tenedores de bonos, ya no pueden proporcionar una red de seguridad sólida para sus votantes. Por lo tanto, ahora está en manos de los solicitantes de empleo el hacerse valer. Algunos muestran niveles de competencia muy preciados y una red social influyente, mientras que otros tienen que presentar disponibilidad y flexibilidad ilimitada como sus activos más atractivos.
La precariedad laboral y los recortes en las ayudas sociales también obligan a grandes sectores de la población a pedir prestado, ya sea para acceder a la vivienda, a estudiar o simplemente para poder sobrevivir. Sin embargo, cualquiera que desee obtener un préstamo tiene que ofrecer garantías. A falta de bienes considerables, los futuros prestatarios confían en el valor estimado de lo que desean adquirir –ya sea el futuro valor de mercado de la casa para la cual solicitan una hipoteca o el flujo de ingresos que se espera que genere su futuro título universitario– y en la reputación que han ganado al pagar los préstamos anteriores. Una vez más, lo que importa es la apreciación de sus recursos: materiales, sociales y morales.
La creciente centralidad de la apreciación de activos como criterio de valor disuelve aún más la división tradicional entre las relaciones económicas y no económicas. Al recurrir a las mismas tecnologías que los mercados financieros, las redes sociales han reproducido su propio modo de evaluación: los amigos virtuales, los seguidores y las reseñas confirman el surgimiento de una cultura basada en la búsqueda incesante de crédito. La proliferación de plataformas en las que se nos invita a “compartir” nuestras experiencias, opiniones, competencias y necesidades nos conduce a proyectar especulaciones optimistas sobre lo que poseemos, a quién conocemos y cómo somos.
Mientras que las instituciones financieras y las redes sociales nos incitan a pensar y a comportarnos como gestores de cartera (conocidos como portfolio managers en inglés), los políticos adaptan su propio programa a la nueva mentalidad de las personas que quieren gobernar. Al no poder afirmar que el trabajar duro conducirá a un empleo seguro y a fuentes de ingresos suficientes, prometen en cambio ayudar a las personas a aumentar sus posibilidades de auto-valorizarse –con el objetivo de atraer ofertas laborales, encontrar patrocinadores, tranquilizar a los prestamistas o conseguir más seguidores en las redes sociales.
Los “globalistas” de la década de los 90, como Bill Clinton y Tony Blair, fueron posiblemente los primeros en asumir la tarea de mejorar el capital humano de sus electores. Bajo su administración, los programas de asistencia social y de fácil acceso a préstamos comerciales tenían como objetivo mejorar la empleabilidad y la solvencia de la ciudadanía. Sin embargo, recientemente, los alborotadores populistas se han convertido en los mayores acreedores de solvencia financiera (la denominada creditworthiness en inglés) por haber maximizado lo que Steve Bannon llama el “valor de la ciudadanía”.
Ejemplar en este sentido, Donald Trump ha ganado el apoyo incondicional de sus principales votantes al valorizar algunos componentes clave de su programa. Mientras que sus compañeros multimillonarios disfrutan de los efectos que han tenido los recortes de impuestos y las desregulaciones del mercado en su patrimonio neto estimado, sus votantes autóctonos están agradecidos de que, bajo el régimen actual, el hecho de estar a favor de un hombre blanco que ondea una bandera y porta armas sea, una vez más, un activo verdaderamente valioso.
A pesar de la “resistencia silenciosa” en la Casa Blanca, se percibe muy poco enfrentamiento entre la codicia de Wall Street y el resentimiento de los estados del cinturón industrial. En la gran carpa del Partido Republicano, ambos reciben su justa parte de reconocimiento. En lugar de un inoportuno encauzamiento de la furia popular contra la corrosión capitalista de las democracias liberales, el nuevo despertar de los valores nacionalistas y reaccionarios marca otro paso más hacia la titularización especulativa de los sentimientos y comportamientos humanos. Los esfuerzos desplegados por la llamada izquierda populista para convertir la ira xenófoba en una indignación justa contra las finanzas globales están, por tanto, tan condenados como las esperanzas centristas de poner a los beneficiarios de las políticas fiscales del gobierno republicano en contra del presidente.
Afortunadamente, apostar por la fragilidad de la alianza de gobierno no es la única forma de resistencia. Determinados a confrontar a los populistas y los plutócratas en su propio territorio, algunos de sus enemigos, en cambio, se esfuerzan en disputar su monopolio sobre el terreno de la apreciación de activos. Aunque tratan diferentes aspectos del programa de Donald Trump, Black Lives Matter, #MeToo, DeFund Dakota Access Pipeline y March for Our Lives se enfocan por igual en producir y hacer circular sus propios sistemas de calificación. Su propósito no solo es desacreditar proyectos o comportamientos protegidos por prerrogativas institucionales, racismo estructural, normas de género y grupos de presión poderosos, sino también revalorizar las vidas que estos proyectos y comportamientos deprecian.
Esta nueva generación de activistas –aunque no se muestran indiferentes a reformas específicas con respecto a la transición ecológica, a las prácticas policiales, al entorno laboral y al control de armas– comprenden que decidir quién y qué merece ser valorizado es la apuesta decisiva. Para ellos, el ascenso político de la solvencia financiera no es una maldición a revertir, sino un reto a superar. En una época dónde las continuas calificaciones dirigen las riquezas económicas, sociales y políticas, la especulación es demasiado importante como para dejarla en manos de jugadores profesionales y demagogos nacionalistas.
[*] Este artículo se publicó originalmente en inglés en publicbooks.org
Michel Feher es filósofo, autor del libro Le Temps des Investis. Essai sur la nouvelle question sociale (La Découverte, 2017) y co-fundador de la editorial neoyorquina Zone Books.
Traducción de Jordi González Guzmán y Victoria González Guzmán